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El día que te vas de Venezuela

Viernes, 1 de junio de 2018 - 10:16 UTC
Terminal del aeropuerto internacional Simón Bolívar, en Maiquetía Terminal del aeropuerto internacional Simón Bolívar, en Maiquetía

Cuando llega la tan esperada mañana, suena el despertador. Tú estás allí, acostado en la cama, cubriéndote la cara con la cobija para que nadie se dé cuenta de que estás despierto. Lagañas de pensamientos: La graduación de universidad que no pudo ser; el cumpleaños de la abuela que quedó por celebrarse; las idas al cine pendientes; las cervezas con tus amigos que no lograron destaparse. La ventana del cuarto donde yaces aún está cerrada. Acostado, oyes las voces de tus familiares que caminan, esperándote para desayunar. Conversas contigo mismo. ¿Será que me levanto?, ¿qué les digo?, ¿qué les prometo? Irse es una sentencia triste que condena nuestras aspiraciones de permanecer unidos. Es, con la cabeza aún bajo la almohada, nuestra inauguración como emigrantes, calculadores. ¿Qué hora será en Venezuela? ¿Ya habrán comido? ¿Se habrán levantado? ¿Cuánta diferencia es que hay?

Partir es una matemática constante; la urgencia de recortar distancias y de reducir esa estrechez que impide el movimiento libre entre quienes nos queremos. Emigrantes, cuan impacientes somos. Inquietos, aprestados a reflexionar en qué medida se da esta determinación del ser por el tiempo.

Venir a Venezuela es renacer en el llanto, en el cuestionamiento de las circunstancias de contexto. Los venezolanos somos personas que hemos aprendido a valorar y conocer nuestras raíces a través de los desaguisados políticos, del ensayo y error… de la vanidad en el despilfarro. Experimentamos un proceso de humidad forzada que nos impulsa a digerir los hechos en la crudeza; cuestión que implica, de igual modo, el reconocimiento de nuestros defectos colectivos. Diría yo que es algo así como una “pubertad nacional”, en aras de la construcción de ese sistema que, a futuro, permitirá que no estemos cubriéndonos con la cobija. Embargados por la pena.

“Está listo el desayuno. Se te va a enfriar. Mira que hay moscas”. Respiras profundo, abres la puerta y sales.

En la mesa: Arepas tostadas con cicatrices de budare, queso rallado, café guayoyo, aguacate y mantequilla. Una despedida culinaria planificada por el esfuerzo de quienes, con los ojos llorosos, se pararon para cocinar la cantidad acostumbrada, por última vez. Tu abuela que montó el agua en la olla pensando si volverás a verla viva. Tu mamá que amasó la masa preguntándose por qué en este país los hijos sufren como si ellos fuesen las madres. Tu hermano que se fue a buscar el refresco en el carro mientras caía en cuenta que, ahora, las responsabilidades directas de la casa serán suyas. “Sírvete más. ¿Te hacemos perico? Échale más relleno, mira que en el extranjero no encontrarás esa vaina”.

La primera vez que me marché de Venezuela, decidimos ir por allí para tomar y cantar y bailar y olvidar que éramos (somos) infelizmente felices. La Churuata del Conejo, Guatire. Once de la noche. Diciembre del 2015. Mi papá pidió una botella de ron y una ración de tequeños. El lugar fue tomando ese ambiente discotequero de trópico pueblerino y por ende nos paramos a gozar de la salsa. En plena faena de movimientos, el cantante de la música en vivo paró la rumba y dijo:

- Me acaban de decir que aquí, entre nosotros, hay alguien se irá del país muy pronto -al parecer, para la época, todavía la diáspora era cosa de suposiciones-. Sus padres quieren dedicarle una canción para que no se olvide de lo mucho que lo aman. Que la disfrutes.

El tipo se aclaró la garganta y de inmediato conocí esas frases de niño, de cuando nos reuníamos en navidad o después del cañonazo. Era Rubén Blades con su olor a miau y a perfume, recalcándonos que, en el subdesarrollo, todo lo que baja sube. Cantábamos con la saliva confundiéndose con las lágrimas, en un “…cuanto control y cuanto amor/tiene que haber en una casa/mucho control y mucho amor/para enfrentar a la desgracia/por más problemas que existan/dentro en tu casa, por más que/creas que tu amor es causa perdida/ten la seguridad de que ellos te quieren/y que ese cariño dura toda la vida/cuanto control y cuanto amor/tiene que haber en una casa/mucho control y mucho amor/para enfrentar a la desgracia…”.

Familia es familia, y cariño es cariño. “Amor y control”, tremendo clásico de la amargura. Me lo meto en los audífonos cada vez que, en un autobús por Londres, la soledad se pone agresiva. Transcurrida la noche, pasamos del karaoke a la imitación de personajes. Hubo alguien de Juan Gabriel que, mierda, hizo una presentación impecable. Pieza tras pieza, retrocedíamos a la época de canales a bonotes y antenas de gancho; a la película con cinta marrón y a los teléfonos con señales analógicas. Una época que yo no viví por ser de los noventa pero que tengo presente gracias al relato del hogar. Episodios donde todos “éramos felices y no lo sabíamos”, que hoy en día no es sino la promesa que se infunde en la generación que se alza. La Venezuela que fuimos y lo que debemos volver a ser. Tal cual. La experiencia borrosa de una estabilidad ya impensada y que es necesario no dejar de lado, manteniéndola vigente en la consciencia del niño que actualmente mendiga comida en Sabana Grande. Que escucha tiros. Que tiene al papá asesinado.

Aquel que el socialismo le violó las esperanzas.

Aquel que nunca vio en persona las cuñas navideñas, los especiales de RCTV, las hallacas sobrantes del primero de enero, los uniformes nuevos para el año escolar que entra.

Aquel venezolano que no sabe de democracia.

Nuestro Juan Gabriel de tapa amarilla cantó repertorios como ese que dice “te lo pido por favor”. Mi mamá lo vociferaba a tal punto que supuse iba a quedar ronca. Ella estaba al otro extremo de la pista, señalándome con el dedo mientras la canción tarareaba “…pero no me dejes nunca, nunca, nunca, nunca…”. Suena el despertador nuevamente. No sabes cuándo volverás. Semanas antes de partir, me tomé un trago con “tutiri y mundache”, como si hubiera querido grabar en mi mente la curvatura de sus narices, las arrugas debajo de sus ojos y el brillo de sus almas. La mirada triste de una despedida que nadie desea. Me invadió la manía de la observancia; es decir, de la contemplación de los detalles más mínimos.

Pero, en fin, se desayuna. Nadie deja que friegues los platos, si bien tú eras el flojo por no hacerlo. Sucede que estás a punto de irte de tu casa, y en ese momento nuestros errores se reconocen como la peculiaridad de nuestra ausencia. Eso que se extrañará transcurridas las horas.

- Ya es tiempo de que vayamos cogiendo camino. Pa’ Maiquetía se forma cola.

Allí la respiración se paraliza y la verdad te coñacea por la espalda como si estuviésemos hablando de un lumbago. De repente, todo desaparece del apartamento y comienzas a visualizar aquello que será, a partir de ahora, la sombra de tu puesto vacío. Reuniones venideras de unos parientes rotos e incompletos. Los inmigrantes creemos en las cosas del destino. Te montas en el carro. Para mí, el trayecto es de Guarenas a La Guaira, atravesando Caracas por la Cota Mil. No sé por qué, pero el asiento de la ventana se me reserva siempre. Necesito reencontrarme con la ciudad que se queda sufriente, con las calles abandonadas por unos acontecimientos que jamás ocurrirán.

Venir a Venezuela es renacer en el llanto, en el cuestionamiento de las circunstancias de contexto. Apago el despertador. Todavía no me he quitado la cobija de la cara; sin embargo, el escenario que me espera continuará siendo el Juan Gabriel que delira emborrachado, el Rubén Blades latino que saca lo bonito de las desilusiones y la ventana oscura con las persianas abajo, tal como nos queda el corazón una vez que despegamos.

- Bendición.
- Dios te bendiga. Me avisas cuando llegues.
 

Por Hist. Gianinni Mastrangioli

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Categorías: Venezuela.