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CRONICA: SEBIN, me has derrumbado la puerta

Martes, 18 de setiembre de 2018 - 16:51 UTC
“No puedo hablar mucho. Vinieron, Gianni, vinieron. Entraron a la casa y destrozaron todo. Estaban buscándote a ti y a la información que posees” “No puedo hablar mucho. Vinieron, Gianni, vinieron. Entraron a la casa y destrozaron todo. Estaban buscándote a ti y a la información que posees”

A continuación, el historiador venezolano Gianinni Mastrangioli Salazar cuenta en su crónica acerca del acoso periodístico que sufrió luego de intentar hacer un trabajo de investigación sobre la condición de los hospitales públicos de Caracas.

De los videos de la telenovela Estefanía colgados en YouTube, recuerdo haber repetido el episodio no. 52 unas siete veces, especialmente la escena del minuto 34 donde aparece la hermana de “El Guácharo”, líder de la resistencia contra el presidente Marcos Pérez Jiménez. La joven es capturada y maniatada con los pezones al aire, blancos de los tabacos de quienes la rodean. “¡Habla, habla! ¡Tu silencio no te va a ayudar!”. Silbidos de quemaduras. Gritos de yo no sé nada. Silbidos. Pedro Estrada, interpretado por el actor Gustavo Rodríguez, es quien preside el interrogatorio. La muchacha niega tener información; llora, inocente. Nada. Estrada pide traer par de cables y, después de dos corrientazos, la joven cae desgonzada. Muerta. El minuto 38 cierra con lo que, para la época, era práctica común de la Seguridad Nacional, precio de quienes disentían del régimen.

Cuando descubrí Estefanía, jamás pensé que el rostro de los míos estaría allí reflejado, vulnerable; víctimas de la política del gobierno opresor que ataca a los suyos desde lo ajeno, avaricia del poder. La persecución perezjimenista era, para las familias venezolanas, bache del acontecer nacional cincuentero. Pero sí que todavía sucede. Sí. Hoy.

Esbirros chavistas que derrumban nuestras puertas. Camionetas negras que nos vigilan. Telefoneadas anónimas que nos amenaza. Sí. Hoy.

Según la Organización de Estados Americanos (OEA), en cinco años la administración de Maduro ha mantenido en promedio a un centenar de presos políticos al mes bajo patrones de persecución sistemática a opositores. O a cualquiera.

O a ti. O a mí.

El SEBIN me derrumbó la puerta, por primera vez, el 15 de mayo de 2018, luego de haber regresado a Europa de un viaje corto por Venezuela.

*

Procedo:

Venecia. Me hallaba cenando con dos amigos que encontré para darles unos recuerditos para la nevera. Mientras el mesero nos traía el vino, yo seguía detallando las fotos que había tomado en aquella investigación por Caracas. Horrendas, arrebatadoras de apetito. Las tenía guardadas en la memoria del celular, en la nube de Google y en los documentos de la laptop. Bien aseguradas, al ser material de crucial contenido. Publicarlas o no. Reventar la polémica en los periódicos o no. Tremendo dilema.

La pasta me olía a podrido; la ropa, a formol. Saboteos de la consciencia, del impacto de lo que había presenciado; pasillos hospitalarios a los que nadie tiene acceso. Nadie menos yo. Yo.

Camino al hotel, mi celular repicó. Llamada de mi casa, y del teléfono fijo. Extraño. “Mi mamá siempre se comunica conmigo por el WhatsApp”, dije. No contesté. “Le repico mañana”, dije. Sin embargo, el aparato volvió a vibrar, todavía desde el número CANTV. Atendí. Era ella, ahogada en lágrimas.

- Gianni, vinieron.

- ¿Qué dices?

- No puedo hablar mucho. Vinieron, Gianni, vinieron. Entraron a la casa y destrozaron todo. Estaban buscándote a ti y a la información que posees.

- ¿Te hicieron algo?

A mi mamá se le cayó la llamada. A pesar de que le retumbé el teléfono fijo de la casa por dos horas consecutivas, no respondió. Frené el carro, me estacioné en la orilla de la autopista y abrí las puertas del copiloto. ¿Regresarán?, ¿las habrán maltratado?, ¿qué haré?, ¿sacarlas del país?, ¿cómo?, ¿cómo contraponer al chavismo omnipotente?, ¿dejando de escribir? La voz de mi pure (madre) hacía ecos en mi cabeza, al igual que las palabras de las enfermeras quienes, camuflándome entre los pacientes, me habían ayudado en la odisea de los días anteriores: “Si el gobierno se entera que estás aquí como periodista, se formará tremendo peo; no les conviene que se sepa la situación de la sanidad en Venezuela”.

*

Después del episodio no. 52, YouTube salta al no. 53, donde salen los parientes de “El Guácharo”, como también Estefanía, la protagonista de la telenovela, escondiéndose de los funcionarios de Pedro Estrada. El escenario es un sótano tenue y la madre de la muchacha muerta, esa a quien electrocutaron en el minuto 38, yace arrodillada en un banco, desosegada. No entiende por qué la realidad es tan simple y tan cruel. Ella todavía no sabe que su hija falleció en la Seguridad Nacional y se soba el pecho, desesperada. Otra de las mujeres está rezando a su lado. Líbranos del mal, amén.

En Estefanía, la Venezuela de los cincuenta no se atreve a dar un solo movimiento contra Pérez Jiménez, sometida por las técnicas de la dictadura. El régimen oprime barajándose en el lenguaje de lo inconcluso, en la psicosis del terror y la incertidumbre. Se siembra en las consciencias a través del miedo y la inquietud. Acecha. Los ciudadanos, por su parte, aprenden a guardar silencio, a mantenerse tranquilos; mansos, obligados a callar las atribuladas actuaciones del tirano.

Pero sí aún que sucede. Sí. Hoy. El chavismo revivió lo que antes era clásico de la pantalla chica, no más.

Líbranos del mal, amén.

*

Prosigo:

Mi teléfono comenzó a repicar. Por fin. “¿Aló?, ¿mamá? ¡Hasta que me atiendes!”

Respiración agitada; la pobre rebuscaba oxígeno para contarme. Conversaba con las llaves pegadas a la cerradura de la reja principal del apartamento. Con las ventanas cerradas. Con las luces apagadas. Aquel 15 de mayo, mi hermana iba a su cita de quimioterapia de las dos de la tarde, por lo que habían abandonado la casa después del almuerzo. De vuelta, y ya buscando el control del portón en la guantera para abrir el portón y estacionarse, ambas se percataron de una camioneta negra a las afueras del edificio. “Será un vecino”. Cogieron las carteras, pusieron la alarma y salieron.

De pronto, dos sujetos encapuchados, de pasamontañas les cayeron por la espalda, amordazándolas. “Si gritan, las matamos en seco”. La reacción instintiva de ambas fue: Un robo. Típico.

Pero no.

Ya en la casa, las tiraron al suelo y comenzaron a registrar nuestras cosas.

- ¿Dónde está?, ¿dónde está?, ¿dónde? – decía uno de los tipos.

- Yo no sé nada – respondió mi mamá.

- ¿Dónde está él?, ¿dónde están las fotos?

Allí el asunto desveló su propósito real. Mi mamá entendió por dónde iban los tiros.

- Él no vive aquí. Nosotras no tenemos nada. No sabemos nada.

Registraron. Tumbaron. Bofetearon. Rompieron. Mi biblioteca, derrumbada y esparcida. “La información”. “Las fotos”. Ratas restregando las narices en la basura que no les pertenece. Para suerte de los esbirros, aparecieron unos dólares en la gaveta de la mesita de noche del cuarto de mi madre. El patán que vigilaba a las mujeres inofensivas, mis mujeres, le ordenó al otro metérselos en el bolsillo. Mango bajito, ¿no?

Ese paquetico de lechugas verdes (dólares americanos) representaba los ahorros familiares de ocho años.

Sí. Hoy. La policía del gobierno reencarna las fases más rapaces del chavismo; le saca las costuras al traje rojo de la Revolución. Es el aborrecimiento hacia el respeto cívico; el rencor histórico volcado hacia la nación y sus pretéritas costumbres democráticas.

Los esbirros no me encontraron; ya yo estaba en Europa. Mi ausencia provocó que el encapuchado líder diese la orden de llevar a mi madre y a mi hermana “a dar un paseíto” disque para conversar con ellas. Las cachetearon y las montaron en la camioneta; sin embargo, poco antes de vendarlas, ambas se percataron de las placas de los sujetos.

Servicio Bolivariano de Inteligencia, SEBIN -la policía política de Venezuela-.

“Dar un paseíto”: Frase traumática que no se nos olvidará nunca.

Desasosiego. Mi mamá se imaginó a sí misma apresada en un sótano, víctima de los tabacos, de los pares de cables y de las corrientes que desconectan vidas. Al otro extremo de los asientos traseros estaba mi hermana, también rehén de la situación y recién salida de la quimio; débil, con el tapabocas aún puesto. Era el inicio de un paseo político que muchas veces termina en sábanas blancas, mecates en los tobillos y barrancos.

Líbranos del mal, amén.

*

Con base a las cifras de la OEA, la persecución política se ha exacerbado en los últimos seis meses a 389 arrestos. En 190 casos las víctimas siguen tras las rejas. Tan solo en mayo las fuerzas del régimen de Maduro se llevaron a 148 personas.

Y estos son los casos que conocemos.

¿Y los que no?

¿Cuántas mujeres no estarán rezando en voz baja para que el chavismo no las escuche?

Cuántas personas que, a diferencia de mí, no tienen acceso a los medios de comunicación para redactar sus historias.

*

Prosigo:

La señal de CANTV era pésima. Lo último que escuché de mi mamá fue:

- No sé, hijo, pero nos dejaron botadas a eso de las ocho de la noche en Mampote.

- ¿Te dijeron algo más antes de irse? – pregunté.

- Sí. Que cuidadito con lo que publicas y escribes o regresarán para matarnos.

La llamada se cayó.

Al poco, recibí un mensaje de texto: “Quédate tranquilo, Gianni. Tu hermana y yo estamos bien. Estoy asustada. Veré adónde nos podemos ir a dormir esta noche; no quiero estar en la casa”. Recuerdo haberme acostado y observado todas las rajas del techo de aquella habitación de hotel de Venecia.

“Regresarán”.

“Matarnos”.

*

Al tiempo de la visita, en el grupo de WhatsApp de la residencia de Guarenas, ese donde se sabe de los servicios matatigres que ofrecen los vecinos, la señora del edificio 15 pasó notas de voz tipo cadena:

Nota de voz no. 1: Vecinos, ¿alguien más ha visto esa camioneta negra que ronda por la urbanización?

Nota de voz no. 2: Ya la denunciamos en la Junta de Condominio.

Nota de voz no. 3: Estén pilas. Reporten cualquier cosa que les parezca sospechosa.

En efecto, al frente de mi casa, desde la ventana principal de la sala, se veía la silueta de una Toyota Autana de color negro aparcada a la distancia. Hasta principios de septiembre, nadie se bajó del vehículo. Nadie bajó los vidrios.

Pero sí que nos vigilaban. Intimidaban. Telefoneaban.

Sí. Hoy.

La gente de la urbanización hizo caso omiso del asunto; habían captado de qué se trataba, al estilo de los conjuntos residenciales perezjimenistas. Cuatro meses que el SEBIN le llenó el cabello de canas a mi mamá, que le puso ojeras en los pómulos. Ella, a raíz de los golpes que recibió en la cabeza, sufre ahora de migrañas, mareos.

Esta es mi historia. La mía, la del historiador Gianni Mastrangioli.

¿Y qué hay de los casos que no conocemos?

*

El 11 de mayo de 2018 ingresé, bajo anonimato, al Hospital Los Magallanes de Catia para ejecutar un trabajo fotográfico y periodístico. Vestido de doctor, en compañía de quienes me reservo nombrar, logré documentar las instalaciones del recinto, especialmente las cerradas al público por pésimas condiciones sanitarias. Nadie tiene permiso de subir a aquellos pisos. Ni los pacientes. Ni el personal de guardia. Nadie puede respirar en aquellos pasillos. Nadie. Una morgue sin aire acondicionado, unos cadáveres en el suelo… una sala de emergencia empatucada de mierda (con la literalidad que ejerce la frase).

Con la suerte que, justo después de mi visita al Magallanes, me tocó regresar a Europa. El venezolano lo deja todo para última hora, por lo que yo había aplazado ese encuentro clandestino para el final de mis vacaciones. Coincidencias. Golpes de suerte. La bendición de la abuelita. Quién sabe. De no haber sido así, no lo estaría relatando. Llegué a creer que lo mejor sería dejar pasar el tiempo y olvidar. Pero el país merece una respuesta; el país merece saberlo.

No obstante, el asunto parece no haber sido del todo clandestino. Un sujeto anónimo, que ni yo ni de los del hospital aún determinamos, “nos echó el ‘pajazo’”.

La última amenaza la recibimos la semana pasada, obligándome a tomar la decisión de sacar a mis mujeres como dos ratas. Calladitas. Sin despedirse de ninguno.

*

Ese día que se acabó mi viaje corto por Venezuela, mi mamá sí me dijo en plena área de embarque de Maiquetía, antes de partir:

- ¿Sabes? Tengo como el presentimiento de que tú no podrás volver.

- ¿Qué te hace venir esa idea?

- Por las cosas que redactas, por el público que llamas. Por las fotos que ahora posees.
No contesté.

Me vino a la mente el recorrido por la Cota Mil y el valle de edificios amuñuñados que se contempla desde lo alto. El pavimento caliente, la ‘pepa de sol’ de mediodía.

Hoy por hoy:

No sé cuándo regresé a esa autopista.

No sé cuándo regresaré a nuestra casa.

No sé cuándo regresé a Venezuela.

Pero te prometo que la historia pagará por los golpes que te dieron, mamá.

Te lo prometo.

Líbranos del mal, amén.


Escrito por Gianni Mastrangioli

Gianni es historiador por la Universidad Central de Venezuela. Actualmente se encuentra elaborando un trabajo sobre crónica periodística en el extranjero.
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